Horror

El adolescente que asesinó a sus padres y compañeros de colegio porque “una voz maldita” se lo ordenó

El miércoles 20 de mayo de 1998 Kip Kinkel mató a sus padres con un rifle semiautomático y a la mañana siguiente entró disparando en un colegio secundario. Sus balas produjeron la muerte de dos amigos y dejaron 25 heridos. Sufría esquizofrenia paranoide y no lo sabía. Fue condenado a 111 años de prisión: su caso obligó un reforma legal en Orengon, Estados Unidos

  • 05/07/2021 • 13:41

Tenía 12 años y acababa de bajar del ómnibus escolar después de un largo día de colegio. Mientras caminaba hacia su casa Kip escuchó una voz masculina que le decía: “Tenés que matar a todos, ¡a todos en el mundo!”. Giró la cabeza, asustado, para ver quién le estaba hablando de esa manera. No vio a nadie. Entró corriendo a su casa, pero la voz lo perseguía. Aterrorizado fue a buscar el rifle que le habían regalado para su último cumpleaños y se abrazó a él. Se sintió protegido. Pero las voces macabras continuaron hablando sin parar.

Estaban instaladas muy profundo, en su propia cabeza.

Un pequeño lleno de ira

Kipland Phillip “Kip” Kinkel nació el 30 de agosto de 1982 en Springfield, Oregon, Estados Unidos. Sus padres, William “Bill” Kinkel y Faith Zuranski, trabajaban como profesores de español. Faith daba clases en la secundaria de Springfield (también enseñaba francés) y Bill en la secundaria Thurston y en el Lane Community College. Tenían un muy buen pasar, amaban el esquí, el tenis, la natación y la navegación a vela. Su hija mayor, Kristin, era seis años mayor que Kip y era una alumna ejemplar.

Cuando Kip tenía 6 años, la familia pasó un año sabático viviendo en España. Kip asistió a un jardín de infantes de habla hispana y empezó primer grado. No resultó una buena experiencia para él.

Al retornar a Oregon se instalaron en una casa en la zona boscosa de Shangri La, al pie de las cascadas del río MacKenzie. Kip ingresó a la escuela Walterville de Springfield y desde el primer día de clases tuvo problemas. Sus maestros lo consideraban un chico sin apego afectivo e inmaduro para su edad. Su coeficiente intelectual estaba por debajo del promedio y, además, presentaba serios problemas de conducta. Por todo esto, aunque ya había hecho parte de primer grado en España, repitió el curso.

Fue estando en cuarto grado que se le diagnosticó dislexia y empezó con clases de apoyo. Los compañeros de clases muy pronto etiquetaron a Kip como un chico muy “extraño y morboso”.

Los que conocían a la familia describieron, tanto a Faith como a Bill, como padres cariñosos y preocupados por sus hijos. Pero eso no alcanzaría para evitar que su mundo desbarrancara. Ellos, que como docentes tenían tanta experiencia con adolescentes y eran muy apreciados por sus alumnos, no podrían con su propio hijo menor.

 

Ya a los doce años Kip había empezado a escuchar voces. Esas voces eran todas masculinas. Una tenía jerarquía sobre las otras. Kip lo sabía muy bien. También discutían entre ellas y, algunas veces, se ponían de acuerdo para humillarlo. Hablaban como si él no estuviera escuchándolas y todo lo que decían era de una violencia extrema. Kip estaba aterrado porque lo amenazaban con decirle a todo el mundo lo raro que él era. Así fue que terminó elucubrando que el gobierno de los Estados Unidos y la compañía Disney se habían complotado para implantarle un chip en su cerebro. ¡Lo que escuchaba eran sus voces! Se convenció de que era así y esa idea se convirtió en su obsesión. Por ellas se enteró de que los chinos invadirían la costa Oeste de los Estados Unidos y, por eso, empezó a juntar armas, cuchillos y explosivos. Había que defenderse.

Había días en que las voces callaban y todo parecía más apacible. Pero cuando venían los momentos malos, Kip quedaba ensordecido por el odio que las voces destilaban. Eso sí, se cuidó muy bien de no contarle a nadie sobre esos agresivos habitantes de su cabeza.

 

En una buena racha Kip pareció estar bien para alegría de sus padres y hasta llegó a tener una novia. Pero era una fachada temporal. Nada de lo que pasaba dentro del cerebro de Kip era muy normal. Una vez le preguntaron cómo lo había pasado en Disneyland con su familia. Él respondió con rabia que lo único que deseaba era “darle un puñetazo a Mickey Mouse en la nariz”.

Kip aprendió a convivir con voces internas; se vestía íntegramente de negro; le gustaba escuchar Rage Against the Machine (rap metal) y al controvertido Marilyn Manson y se la pasaba hablando de hechos violentos. A sus amigos les confesó que quería entrar al Ejército de los Estados Unidos ¡solo para poder sentir cómo era matar a alguien!

Un fin de semana de 1997, Kip salió de su casa en bicicleta para ir a comprar algo rico en una estación de servicio cercana. En el camino de vuelta se topó con un cartel luminoso en forma de triángulo. Se bajó de la bicicleta, lo pateó y lo rompió. Siguió su camino pedaleando, pero un hombre con aspecto de linyera que había visto lo que hizo, lo persiguió, lo increpó y le pidió dinero.

 

Ni el propio Kip sabe hoy si el hecho pasó realmente o si fue una traición de su mente enferma, pero lo que sí ocurrió es que en su cabeza tomó cuerpo la paranoia. Se convenció de que el hombre vendría a matarlo a él y a sus padres. Empezó a dormir, por las dudas, con un arma debajo de la almohada. Cuando su padre Bill descubrió lo que hacía se la quitó y la escondió. Kip se las ingenió para volverla a tener debajo de su cama.

Sus padres buscaron para él terapias para el control de su ira y lo hicieron evaluar psicológicamente. Pero nadie daba en la tecla o le otorgaba al asunto la importancia necesaria. Su estabilidad psíquica se deterioraba a un ritmo vertiginoso. Kip, preso de sus delirios de autodefensa, compró manuales para fabricar bombas caseras. Uno se llamaba El libro de cocina del anarquista.

Bill Kinkel llegó a decirle a un amigo suyo que estaba “aterrorizado” con su hijo y que no veía la salida.

El joven siguió obsesionado con armarse hasta los dientes. Nada le alcanzaba. Korey Ewert, uno de sus amigos, había robado una pistola Beretta calibre .32, cargada con nueve balas, a Scott Keeney, el padre de otro compañero de colegio.

Korey le dijo a Kip que se la vendería. El miércoles 20 de mayo de 1998, a las ocho de la mañana Kip le pagó 110 dólares y puso el arma en su locker escolar, dentro de una bolsa de papel. Scott Keeney descubrió que le faltaba su arma esa misma mañana y llamó al colegio inmediatamente.

Las autoridades del establecimiento actuaron rápido y a las 9:15, junto con el detective Al Warthen que de casualidad estaba en el colegio, encararon a Kip y le preguntaron si él era quien la tenía. La respuesta los dejó helados: “Miren, voy a ser sincero con ustedes. El arma está en mi armario”.

Los dos alumnos, Kip y Korey, fueron expulsados del colegio y llevados a la comisaría.

Cuando a las tres de la tarde Bill Kinkel tuvo que ir a buscar a su hijo a la estación de policía, lo amenazó con internarlo pupilo. En el camino, de regreso a su casa, Bill paró en un Burger King. Estaba tan enojado con su hijo que comió su hamburguesa solo, dentro del auto. Volvieron a casa y Bill se zambulló en la cocina para tomar un café. Se sentó en la mesa para pensar qué hacer, cómo iba a encarar el futuro de su hijo.

Las voces del mal

Cuando llegaron a su casa el cerebro de Kip ya era un griterío infernal. Haciéndole caso a la voz mandante, a las 15:30, Kip fue directo a su ropero y sacó su rifle Ruger semiautomático. Lo cargó y caminó hacia la cocina donde estaba su padre sentado a la mesa, cavilando, con un café en la mano. Bill, de 59 años, se encontraba de espaldas y no llegó ni a darse vuelta. Kip apretó el gatillo apuntando a la nuca. Un sencillo ¡pum! y volteó a su padre. Sin titubear, tironeó del cuerpo de Bill hasta el baño y lo tapó con una sábana blanca. Hecho esto, se sentó a esperar la llegada de su madre Faith. Durante ese rato, atendió un par de llamados telefónicos para Bill y respondió que su padre estaba ocupado.

A eso de las 18.30 la escuchó llegar. Ya sabía que Faith, de 57 años, subiría la escalera del garaje, que se encontraba en el subsuelo. Kip la esperó parado, en el escalón superior. Cuando la vio, le dijo de frente: “Te quiero, mamá”. Acto seguido le disparó tres veces en la cara. Ella cayó hacia atrás. Por las dudas, la remató con dos balazos en la nuca y, le dio un sexto, apuntando al centro del pecho, al corazón. Arrastró el cuerpo de su querida madre escalones arriba y la colocó en el baño, junto al cuerpo de Bill. La cubrió con otra sábana blanca y cerró la puerta. El reguero de sangre no lo perturbó. Ese año su querida madre había sido elegida la mejor maestra del año.

Sonó el teléfono y Kip atendió. Era un amigo suyo con quien estuvo conversando entretenido durante más de una hora. Estaba sereno y las voces parecían silenciadas. Cuando cortó la llamada, se hizo un tazón con leche y cereales. Comió con hambre mientras leía el diario.

Esa noche se la pasó escuchando, una y otra vez, la misma canción Liebestod -de la banda sonora de la película de 1996, Romeo + Julieta-. La melodía seguiría sonando enloquecida, durante horas, hasta que llegó la policía al día siguiente.

En alemán, liebestod querría decir algo así como amar la muerte o muerte de amor. El tema elegido no parecía casual.

El jueves 21 de mayo de 1998, por la mañana, Kip se enfundó en un largo impermeable beige debajo del cual escondió varias armas: tres rifles, la pistola Glock 9 mm y su cuchillo de caza. En su mochila llevaba 1127 municiones.

Antes de salir dejó escrita una extraña nota: “¡Acabo de matar a mis padres! No sé qué está pasando. Amo a papá y a mamá tanto (...) Ellos no se merecían eso, lo que he hecho los destruiría, la vergüenza sería demasiado para ellos, no podrían soportarlo. Estoy tan apenado (...) Soy un hijo horrible. Desearía haber sido abortado. Destruyo todo lo que toco (…) Eran gente maravillosa. Mi cabeza no funciona bien. Maldigo, Dios, las voces que hay dentro de mi cabeza (...) Deseo morir, debo irme, pero tengo que matar a gente, no sé por qué. ¡Tengo tanto pesar! ¿Por qué permitió Dios que yo hiciera eso? Nunca he sido feliz. Yo sólo quería ser feliz. Quería que mi madre estuviera orgullosa de mí. No soy nada. (...) Estoy solo, siempre me encuentro solo. Sé que tengo que ser feliz con lo que tengo pero odio vivir. Estoy tan lleno de rabia que siento que algo me presiona constantemente. Mi cabeza no funciona bien, oigo voces dentro de ella. Soy el Diablo. Deseo matar y provocar dolor gratuito. Me odio por haberme convertido en esto. ¡El amor apesta!”.

Se subió a la Ford Explorer de su madre y se dirigió a la secundaria Thurston. Estacionó y fue caminando hasta el colegio por un atajo. A las 7:55 ingresó con dos rondas de disparos en el hall principal. Las balas golpearon de manera mortal a Benjamin Walker, de 16 años, e hirieron a Ryan Atteberry. Kip se apresuró a ir hacia la cafetería del colegio donde había unos 200 estudiantes. Descargó su rabia con 51 tiros más. En esa ruleta rusa montada por Kip mató al estudiante Mikael Nickolauson, de 17, y provocó heridas a 25 más.

Luego, apuntó con su rifle al estudiante Michael Crowley y gatilló. Michael vivió de milagro: el tirador se había quedado sin balas. Cuando Kip intentó cambiar de rifle, un estudiante de 17 años, Jacob Ryker, lo tackleó y lo tiró al piso. El hermano de Jacob, Joshua, y los hermanos Doug y David Ure junto a Adam Walberger se unieron para mantenerlo inmóvil sujetado contra el suelo. Kip se retorció y se las ingenió para sacar su Glock y disparar otra vez hiriendo a Jacob.

Benjamin Walker murió después de ser transportado al hospital y luego de que sus padres llegaran a despedirlo.

El resto de los heridos, incluido Jacob Ryker, fueron internados por sus heridas. Jacob estuvo en estado crítico a causa de un pulmón perforado, pero se recuperó y terminó siendo un héroe. Los estudiantes que participaron en el desarme de Kip Kinkel fueron condecorados por su valor.

A las 8:04 de la mañana llegó a la escena el oficial de policía Dan Bishop y arrestó al furibundo Kip. Cuando llegó a la comisaría y el detective Al Warthen entró a la habitación para interrogarlo, Kip sacó su cuchillo y lo amenazó. Warthen tuvo que usar gas pimienta para reducirlo.

A las 9:30 de la mañana otros oficiales de policía fueron enviados a la casa familiar de Kip. Allí encontraron lo que esperaban: dos cadáveres envueltos en una música sin fin. Hallaron, además, cinco bombas caseras listas para estallar; quince más inactivas debajo del porche de la casa y en el cuarto del adolescente; una granada de mano; dos obuses; químicos de todo tipo y la carta de Kip. Cuando fueron a mover el cadáver de la madre se toparon con otra bomba. La vivienda de tres pisos era un campo minado. Tuvieron que evacuar quince casas vecinas por los riesgos que implicaba semejante arsenal.

Su hermana Kristin se enteraría del drama más tarde. Estaba viviendo en Hawaii donde asistía a la universidad.

Al día siguiente de los crímenes comenzó una larga polémica en los Estados Unidos: armas y matanzas escolares empezaron a andar juntas. La foto del asesino de 15 años estaba en la portada de todos los diarios y había cuatro muertos y 25 heridos. El presidente Bill Clinton viajó a Springfield para reunirse con las víctimas. Los canales de televisión se peleaban por las primicias. Menos de un año después, ocurriría otra masacre en un colegio Columbine, en Colorado, donde dos atacantes provocaron 15 muertos y 24 heridos.

¿Quién tenía la culpa de las masacres en los colegios norteamericanos? ¿Qué estaba ocurriendo en la sociedad norteamericana?