Maradona

El gol a la eternidad

Repaso de la obra cumbre en la vida deportiva del astro argentino. Un gol que entra en el Olimpo y se torna imborrable. Preso de su propia celebridad, culmina sus días solo y triste, sin el amor de los que necesitaba cerca.

  • 13/12/2020 • 08:29

Comienza a hacer el gol allá por 1969. La pobreza reina en ese fangoso cordón del Conurbano. Don Chitoro Maradona trabaja 6 x 1, en jornadas de 12 horas que se extienden buscando la ¿bendición? de las horas extras que permitan comer con regularidad, más allá del 15 de cada mes. Extenuado, persona de palabras escasas y silencios subterráneos, descarga en su primer hijo varón furia contenida que jamás tendrá como destinatarias a sus hijas. El cinto que se levanta para castigar al inquieto Dieguito es el impulsor a fintas, amagues y contra-amagues que dan inicio a una motricidad que usará más adelante en las canchas del mundo. El pasillo de la casita de la villa es angosto, el cruce de miradas que dan inicio al duelo de reacciones (Dieguito embarró las zapatillas, Dieguito se quedó jugando y no volvió a cenar) y los cintazos jamás llegan a destino por la habilidad consuetudinaria del purrete cósmico. (“Yo empecé a hacerle el gol a los ingleses esquivando los cuerazos de mi viejo” Diego Maradona, TVR, 2012).

Despunta primero en su patio. La pelota no se cae jamás. En la calle con un trapo de medias enrolladas como objetivo a introducir entre los dos ladrillos que hacen las veces de arco criollo, dibuja jugadas que son un recital de apiladas y recibe las primeras miradas de los mayores del barrio, que comentan por lo bajo que “el hijo del correntino la mueve muy bien”. Los Cebollitas, invictos más de 100 partidos, son aquel combinado legendario que recorre la Argentina tocando y tocando, goleando y gustando. En La Paternal, logra ponerle el pecho al hambre y se trae un sándwich de milanesa después de cada entrenamiento. Los domingos hace jueguitos en los entretiempos y provoca las delicias de los espectadores. A los 16 ya provee a todo su círculo familiar y a los 18 muda al clan completo a la primera casa con piso de material que caminan los Maradona.

 

Lo obsesiona la Selección Argentina Siempre marca en el calendario las convocatorias a los torneos internacionales. ¿Cuántas personas en el mundo, tienen un video en el año 1971 declarando al periodismo que su sueño es ser campeón del mundo? En su mente no deja de preparar jamás la gesta histórica. 1978 es el año donde Menotti lo deja afuera del Mundial provocando una herida profunda que Diego sana a medias en el Juvenil de Japón 1979. España 1982, con 22 años y las marcaciones criminales (Gentile, el carnicero italiano), le deja un sabor amargo, porque no logra amalgamar una idea de equipo transgeneracional con Passarela, Kempes y cía.

El tránsito entre 1983 y 1986 es tortuoso. La hepatitis se ensaña con la estrella del Barcelona y lo tiene postrado tres meses en la cama. Andoni Goicoetxea lo fractura haciendo temer lo peor (un retiro temprano) y termina fichado en 1984 por el equipo más pobre de la Primera División italiana, un Nápoli sin historial de títulos, santo y seña de una ciudad caótica, ruidosa, de Siambrettas inquietas y un Vesubio amenazante campeando sobre la pobre aglomeración portuaria. Allí se siente cómodo, feliz y motivado por desafiar al Norte Industrial, que le grita “bañate, mono” cada vez que pisa Verona, Torino, Udine…

Perón decía que un líder era, sobre todo, “un constructor de éxitos. El éxito es alcanzar el objetivo. El conductor lo prepara, lo organiza, lo realiza y cuando llega allá, le saca provecho”. Maradona es esa clase de referente para el plantel argentino que se prepara para México '86 durante la Primavera alfonsinista. Sus compañeros están decididos a seguirlo hasta el final. No toca la cocaína (esa dama blanca y cruel que destruirá su vida) en la preparación y en el calor de las tierras aztecas le da un regalo inmenso al fútbol, a su país y al mundo. Ningún deportista, en ninguna época, toca un pico tan alto de rendimiento como el que alcanza Diego en sus 25 años, y particularmente, en ese mes de Junio de 1986. Pone de rodillas a un Imperio resquebrajado, toma venganza deportiva ante la potencia europea y hace el gol más bello en la historia de los Mundiales. Es la obra de un solista, sí, de una virtuosidad inigualable, que utiliza los elementos de la comunicación global para ser una marca inconfundible. No hay puertas de países que no se abran de par en par al invocar la palabra Maradona. Reyes, jeques, presidentes, dictadores, sonríen como niños nerviosos al pedirle una foto. Sólo Fidel Castro, en la mente del Diez, es un igual, un par. Puede llevarse el mundo por delante, el personaje Maradona que es el encargado de cuidar a Pelusa de las luces de una celebridad asesina.

Puede pagar la suite más cara del hotel más lujoso del mundo. Pero no puede mojar los pies en la playa de Ipanema, porque cinco mil fervientes creyentes pueden lincharlo de amor. Todos quieren un pedazo de él. La gran mayoría, por un amor perpetuo. Los otros, porque es un negocio hasta cuando duerme.

Es, en el fondo, una víctima de la belleza extrema de la cual ha sido creador. ¿Cómo se vive siendo un ser humano si no dejan de decirte que sos Dios? Pierde el rumbo, sí. Después del ‘86, logra la gesta del Scudetto con el Nápoli y lentamente su luz deportiva se va apagando, resquebrajando. La cima del Everest tiene una visión incomparable, pero también es la cumbre de la soledad. Vive muchas vidas en un ciclo vital, se reinventa, engorda, se divorcia, conduce con éxito en televisión, baila, viaja, cae, resurge, dirige la Selección, vuelve a exiliarse. Nunca deja de oscilar. No se traiciona. Siempre, hasta el final, vive como quiere, haciendo lo que quiere.

Esos diez segundos en el Estadio Azteca, cuando gambetea y deja en el camino a tanto inglés, son su legado. Quién pudiera. La obra del artista está ahí. Las desavenencias del Maradona público ya no van a ser noticia. Deja un gol para la eternidad, adonde siempre podremos ir a refugiarnos los argentinos, cuando dudemos de lo que somos capaces.

Hemos visto a Maradona.