Exclusivo Tiempo Sur

Cuatro tiros

Por Felipe Pigna.  Escritor/Historiador. 

  • 07/12/2021 • 09:15
 Felipe Pigna
Felipe Pigna

El veintisiete de enero de 1923 amaneció caluroso. El comandante Varela se disponía a salir de su casa hacia su “destino” militar en Campo de Mayo. El hombre estaba tranquilo, había ganado un enorme prestigio entre la mayoría de sus camaradas de armas y los sectores más adinerados y por ende conservadores de la sociedad, por su matanza patagónica. La vida le tenía reservada otro destino. A poco de bajar las escaleras de su casa de la calle Fitz Roy 2461 del barrio de Palermo le salió al encuentro un hombre alto y delgado que sin decirle una sola palabra le arrojó una bomba y le descerrajó cuatro tiros, los famosos cuatro tiros que ordenaba con sus dedos Varela para ahorrar palabras. Ahora era él el que los había recibido, yacía en la vereda de su propia casa. Algo había salido mal, no esperaba este final, pero ahí estaba, asesinado por un anarquista, seguramente extranjero. Alcanza a lanzarle una puteada a su agresor quien solo le contesta: “he vengado a mis hermanos”. El atacante también está herido porque en el momento de arrojarle la bomba a Varela se cruzó una niña de 9 años y para no lastimarla el hombre interpuso su cuerpo entre el artefacto y la pequeña que resultó ilesa.

No se equivocaba el teniente coronel. Su matador era anarquista y era extranjero, alemán para más datos, de 36 años de edad. Se llamaba Karl Gustav Wilckens y pudo ser detenido fácilmente por los agentes Adolfo González Díaz y Nicanor Serrano que los trasladan a la comisaría 31. Wilckens les contará a periodistas del diario “Crítica”: “Estos son músculos de trabajador, y si me hubiera resistido a los agentes que me detuvieron, les habría costado trabajo el reducirme, pero yo me entregué y a pesar de todo me pusieron cadenas, tan brutalmente, que mis huesos crujían. Aún hoy me duelen. Asimismo, a pesar de mi grave herida de la pierna, me llevaron a pie hasta el local de la Comisaría, que dista cinco cuadras del lugar del hecho. Como usted comprende, me exponían a perder la pierna. En ninguna parte del mundo me pusieron cadenas tan fuertes, tan dolorosas.”[1]

El atentado de Wilckens es saludado por muchos gremios del país y por el diario La Protesta: “Un ejemplo digno de imitarse es el llevado a cabo por los trabajadores federados de Puerto Ingeniero White, que en asamblea de hoy, y de común acuerdo decidieron llevar a cabo una colecta en beneficio del camarada Wilckens, que, dando un ejemplo de altruismo y abnegación y haciendo uso de una conciencia sana hacia el ideal anárquico, como la vida desgraciada del que fue el más ruin de los degenerados representantes de la fuerza bruta: el trágico y canallesco teniente coronel Varela, brazo ejecutor de la masacre sistemática de los trabajadores federados del territorio de Santa Cruz. Vaya, pues, nuestra palabra de aliento hacia el compañero Wilckens, que con su gesto magnífico demostró a la canalla ensoberbecida, hasta dónde puede llegar el hombre en su sed de venganza por la justicia del pueblo. ¡Camarada Wilckens, hombre justiciero! Todos los trabajadores te saludan de corazón; todos los hombres conscientes están de parte tuya. ¡Salud, querido amigo!”[2]

Wilckens fue procesado inmediatamente, la causa cayó en manos del juez Malbrán quien decidió el traslado del anarquista de la Penitenciaría Nacional a la Cárcel de Caseros. En la noche del 15 de junio de 1923, impunemente ingresó al presidio un miembro de la Liga Patriótica disfrazado de guardia cárcel empuñando un máuser. Se encaminó directamente a la celda de Wilckens que se encontraba en su cama y le disparó un certero tiro en el pecho. El joven se llamaba Jorge Ernesto Pérez Millán Temperley, había participado activamente en la masacre patagónica y como muchos de los miembros de la Liga, era un chico de “buena familia”.

La noticia del asesinato de Wilckens ocupó la tapa de Crítica y produjo una enorme conmoción en el movimiento obrero con fuertes movilizaciones que tuvieron como saldo dos trabajadores muertos por las balas policiales.

A Millán Temperley por su condición social y sus contactos se aplicó la justicia VIP. Se lo condenó a una pena mínima porque el juez tuvo en cuenta textualmente: “su vida anterior, sus aventuras, su idealismo, sus inclinaciones artísticas, la neurastenia que padece, su intervención en las luchas que sostuvo en el sur con los huelguistas revolucionarios”. Pero la cosa no terminó allí, como en la cárcel no fue muy bien recibido y llegaban amenazas permanentemente, su familia consiguió en abril de 1925, que lo declararan insano y que lo trasladaran al Hospicio de las Mercedes a una habitación con un “loco manso”, el yugoslavo Esteban Lucich, a su servicio.

 

El Sur también existe

Mientras tanto en el Sur argentino comenzaba a planearse el operativo que terminaría con la vida del joven de la Liga Patriótica. La venganza iba a venir del Sur, de muy cerca del “teatro de operaciones” del comandante Varela y el propio Pérez Millán. En la Siberia argentina, como era conocido popularmente el penal de Ushuaia, la cárcel más terrible del sistema penitenciario argentino, estaba detenido el mítico Simón Radowitzky -autor del atentado que le costó la vida al jefe de policía Ramón Falcón- y varios anarquistas. Entre ellos el ruso Boris Vladomirovich, autor del primer asalto con fines políticos de la historia argentina que inauguró el llamado “anarquismo expropiador”. Vladomirovich, comenzó a mostrar síntomas de locura y logró que los médicos de Ushuaia lo derivaran al hospicio de las Mercedes. Boris comenzó a organizar la operación. Trabó amistad con Lucich a quien sedujo con sus conocimientos sobre Yugoeslavia. Trabaron una amistad hasta que Vladomirovich le historió a Lucich lo ocurrido en la Patagonia, el odio de la Liga Patriótica a todos los extranjeros y le hizo conocer el “currículum” de quien estaba atendiendo cotidianamente.

El 9 de noviembre de 1925, Pérez Millán leía una carta de su jefe en la Liga Patriótica y amigo personal, Manuel Carlés, mientras esperaba que Lucich le trajera el desayuno. Al rato entró el yugoslavo con el servicio. Cuando Millán tomó la bandeja, su sirviente extrajo un revolver de entre sus ropas y le dijo “esto te lo manda Wilckens” y le disparó certeramente en el pecho. Pérez Millán murió al día siguiente. La policía pudo seguir el hilo de la trama y llegó al cerebro del atentado: Boris Vladomirovich quien fue torturado salvajemente. Sus torturadores querían saber quiénes más participaron del operativo, quién suministró el arma. Vladomirovich no abrió la boca salvo para insultarlos y gritar “viva la anarquía”. El anarquista ruso murió poco después víctima de las lesiones recibidas en las interminables sesiones de tortura. Sería el último muerto de las huelgas patagónicas.

 

 

 

[1] Crítica, 3 de febrero de 1923

[2] La Protesta, 31 de enero de 1923